AMALIA
Amalia era una
mujer ya entrada en años, las arrugas en su frente denotaban una preocupación
fuera de lo común cuando aquel día se acercó al mostrador.
Su rostro mostraba por primera vez un fuerte apesumbramiento, sus labios distendidos y su mirada ausente parecían transportarla a un mundo distante. La vi perdida en sus pensamientos, miraba sin ver, volaba…
Su rostro mostraba por primera vez un fuerte apesumbramiento, sus labios distendidos y su mirada ausente parecían transportarla a un mundo distante. La vi perdida en sus pensamientos, miraba sin ver, volaba…
Como era su
costumbre, se levantaba temprano y recorría en puntillas los pasillos del
edificio en busca de un diario que algún vecino remolón no hubiera salido a
recoger.
Recuerdo que subía las escaleras siempre con la sensación de ser observado, desde ese día en que creí que los fantasmas existían al verla bajar, en silencio, envuelta en un camisolín blanco.
La vi por el rabillo del ojo, debió notar mi sobresalto y el susto expresado en mi rostro. Me saludó moviendo los dedos de su mano cual niño travieso y con una sonrisa pícara continuó su descenso. En el piso inferior, acomodado delante de cada puerta, estaba su preciado botín.
Amalia era especial, calculo que tendría unos sesenta años que no aparentaba en absoluto, sino sólo por esas “malditas” canas, que le daban a su rostro ese aspecto señorial. Casada con un marino mercante que conociera en un viaje a Portugal, tuvo que acostumbrarse a la soledad reiterada.
A menudo pasaba frente a mi puesto de diarios y me dedicaba esa sonrisa pícara que yo ya conocía, a veces pasaba sin saludar, hablando apresuradamente consigo misma; otras, parecía andar pausadamente, como si el tiempo no importara, con la vista fija en algún punto invisible para mis ojos.
Con el paso del tiempo fui acostumbrándome a verla a diario a la madrugada, en busca de lectura; sin embargo, aquel lunes sin saber por qué quise evitarla. Tomé el ascensor y comencé a repartir diarios desde el último piso hacia abajo.
Recuerdo que subía las escaleras siempre con la sensación de ser observado, desde ese día en que creí que los fantasmas existían al verla bajar, en silencio, envuelta en un camisolín blanco.
La vi por el rabillo del ojo, debió notar mi sobresalto y el susto expresado en mi rostro. Me saludó moviendo los dedos de su mano cual niño travieso y con una sonrisa pícara continuó su descenso. En el piso inferior, acomodado delante de cada puerta, estaba su preciado botín.
Amalia era especial, calculo que tendría unos sesenta años que no aparentaba en absoluto, sino sólo por esas “malditas” canas, que le daban a su rostro ese aspecto señorial. Casada con un marino mercante que conociera en un viaje a Portugal, tuvo que acostumbrarse a la soledad reiterada.
A menudo pasaba frente a mi puesto de diarios y me dedicaba esa sonrisa pícara que yo ya conocía, a veces pasaba sin saludar, hablando apresuradamente consigo misma; otras, parecía andar pausadamente, como si el tiempo no importara, con la vista fija en algún punto invisible para mis ojos.
Con el paso del tiempo fui acostumbrándome a verla a diario a la madrugada, en busca de lectura; sin embargo, aquel lunes sin saber por qué quise evitarla. Tomé el ascensor y comencé a repartir diarios desde el último piso hacia abajo.
El destino,
sin embargo, hizo que la cruzara en la escalera, pasó delante de mí sin verme y
me sorprendió verla totalmente vestida; llevaba en su mano derecha lo que
parecía ser una bolsa pequeña que no pude distinguir bien en la oscuridad.
Más tarde la
volví a ver cuando se acercó al mostrador y me dijo aquellas palabras que aún
recuerdo: —“Acabo de
tirar el tiempo a la basura”— sus ojos perdidos me miraban sin ver, por un momento no entendí lo que
decía —“el tiempo,
tiré el tiempo… estaba detenido… era muy importante para mí, si vos querés,
andá a buscarlo”.
Me sonrió
tristemente y volvió sobre sus pasos. ¿Qué había tirado?, ¿el tiempo? Recordé
la bolsa pequeña con la que la vi salir temprano y caminando a paso ligero me
dirigí al cesto de residuos de la playa de estacionamiento, sin saber que
buscar...
Parado entre
dos bolsas grandes lo encontré, era un reloj de madera torneada, pintada de
verde, con finas líneas blancas imitando la delicadeza del mármol. ¡Esa era la
bolsa que creí haber visto!
Mi corazón
latió con fuerza, ¡Amalia tenía razón!, el tiempo estaba detenido, aunque el
reloj no tenía números, era indiscutible que las agujas marcaban exactamente
las nueve.
Volvía ensimismado contemplando el hallazgo cuando al levantar la vista, descubrí que me miraban; desde la puerta del edificio, Amalia me regaló una sonrisa cómplice, amplia como nunca.
Asentí con la cabeza y me dije: ¡para la cómoda del dormitorio!, ¡ahí quedaría bien!
Con pilas nuevas las agujas cobraron vida nuevamente, todas las noches las miraba al regresar a casa y ahí estaban, incansables, marcando el paso del tiempo.
Volvía ensimismado contemplando el hallazgo cuando al levantar la vista, descubrí que me miraban; desde la puerta del edificio, Amalia me regaló una sonrisa cómplice, amplia como nunca.
Asentí con la cabeza y me dije: ¡para la cómoda del dormitorio!, ¡ahí quedaría bien!
Con pilas nuevas las agujas cobraron vida nuevamente, todas las noches las miraba al regresar a casa y ahí estaban, incansables, marcando el paso del tiempo.
Sin embargo quedaron
en mi mente las palabras: “Estaba detenido, era muy importante para mi”. ¿Cuál
era el significado de ellas?, ¿qué había querido decir en su locura?
Con el paso de los días terminé por olvidar el asunto hasta aquel sábado en que encontraron a Amalia en su silla vaivén sumida en un sueño eterno. La hallaron sentada frente al ventanal que da al jardín, con la vista perdida en el horizonte. El sol de la mañana bañaba su rostro y dicen que tenía en él, una expresión de felicidad, de ansiada libertad… Le había cobrado mucho afecto a esa mujercita que, a pesar de su locura, lograba sorprenderme con sus comentarios dignos de un cuerdo. Me sentía triste y feliz a la vez, porque sabía que, al fin, Amalia había encontrado la paz que necesitaba.
Con el paso de los días terminé por olvidar el asunto hasta aquel sábado en que encontraron a Amalia en su silla vaivén sumida en un sueño eterno. La hallaron sentada frente al ventanal que da al jardín, con la vista perdida en el horizonte. El sol de la mañana bañaba su rostro y dicen que tenía en él, una expresión de felicidad, de ansiada libertad… Le había cobrado mucho afecto a esa mujercita que, a pesar de su locura, lograba sorprenderme con sus comentarios dignos de un cuerdo. Me sentía triste y feliz a la vez, porque sabía que, al fin, Amalia había encontrado la paz que necesitaba.
Recuerdo que
ese día volví temprano a casa, a media tarde, tenía en el cuerpo una sensación
molesta, mezcla de cansancio e inquietud, mis pasos me llevaron a mi cuarto y
mi corazón se aceleró. ¡El reloj!, ¡no
quería mirarlo!¡Tenía miedo de descubrir que estaba detenido!, ya no se
escuchaba el tic tac incesante y en ese momento comprendí el significado de
aquellas palabras: el tiempo, era la vida… y tal como lo presentí, las agujas
marcaban las nueve en punto.
Aníbal Rojo
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