Un refugio en el fantástico mundo de la imaginación...
El cuadro

Lo había terminado; después de tanto tiempo había dado la pincelada final. Contempló los ojos del animal que parecían seguirlo cuando se movía. Estaba fascinado con ese leopardo; le había dedicado una gran cantidad de horas de trabajo hasta lograr que quedase como una fotografía. El animal lo observaba desde lo alto, al abrigo de una rama gruesa; solo se le veía la cara, el pecho y las dos patas delanteras. Atento, con las orejas erguidas, lo traspasaba con la mirada... Sí, eso era lo que más le gustaba; no podía dejar de mirar esos ojos ámbar, transparentes, llenos de vida. Sintió un escalofrío que le recorría el cuerpo. Estaba extasiado contemplando su obra maestra. Las manchas negras tapizaban la piel del animal dándole forma a los músculos, destacando la elegancia de su postura. Solo faltaba que una brisa ligera agitara sus largos bigotes, que pestañara, pero eso no ocurrió.
El pitido del microondas lo sacó de su hipnosis; el café estaba listo. Tomó un gran sorbo  y con el pocillo en la mano se acercó al cuadro otra vez. La imagen vibró y casi se ahoga. Había latido su garganta, sí, lo había visto; fue un segundo. Sacudió la cabeza y por primera vez sintió el peso de sus párpados hinchados que a toda costa querían cerrarse. Necesitaba dormir. Apagó la luz y cerró la puerta de su atelier dejando a la figura iluminada por un suave resplandor que provenía del patio.

El sueño no se hizo esperar, vino cargado de imágenes de distintos lugares: pasó de un bosque a un río caudaloso y de allí a su casa, que no era la suya porque no reconocía como propio nada de lo que veía, pero así y todo seguía pensando que era su casa. Todo estaba en silencio, la sala era enorme y en una de sus paredes había un cuadro: el suyo. Se acercó para verlo de cerca y notó como el animal movía la cabeza para mirarlo de frente. Pestañó. La mirada fría del leopardo encontró la de su creador y por un momento fueron, en sus retinas, uno el espejo del otro. Bostezó. Cuatro colmillos enormes se llevaron todas las miradas; se relamió y volvió a su posición original. Estiró la mano para tocar el pelaje suave, pero sus dedos chocaron contra la fría superficie del lienzo. Azorado busco la mirada del animal como quien exige una explicación. El leopardo se había congelado en la posición creada y nada pudo hacer para que volviera tan solo a parpadear.

Amaneció con el recuerdo fresco del sueño y quiso compartirlo con su mujer que, aún somnolienta, lo escuchaba con atención.
—Ayer, cuando terminé de pintar el leopardo me pareció verlo vibrar y acabo de...
—Tus cuadros son como fotos querido. Hipnotizan si los mirás mucho tiempo...
—Acabo de soñar que estaba vivo, que se movía dentro del lienzo.
—Deben ser tus ganas de verlo moverse. La imagen es tan real que solo le falta eso— le sonrió con ternura—. ¿Te sirvo un café?, va a enfriarse—Lo abrazó.
Aun con el pocillo de café en la mano se dirigió al atelier. Abrió la puerta y miró el lienzo. El cuadro seguía allí, todo estaba en el mismo lugar en que lo había dejado la noche anterior; todo, menos el leopardo...
El animal ya no estaba allí.


Aníbal Rojo.

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